(Por Félix Crous, titular de la Unidad de asistencia para causas por violaciones a los Derechos Humanos durante el terrorismo de Estado" de la Procuración General de la Nación) Murió Adel Vilas, el pionero en la aplicación del terrorismo de Estado en la Argentina, como Comandante de la V Brigada de Infantería con asiento en Tucumán desde donde instrumentó la primera fase del Operativo Independencia. No terminaron allí sus trabajos siniestros: en su destino militar siguiente, la jefatura del V cuerpo del Ejército, con su comandancia en Bahía Blanca, siguió su trabajo de exterminio (con un Centro Clandestino de Detención también llamado “la Escuelita”, como la de Famaillá, el CCD que los represores llamaron “puesto de comando táctico” del operativo en Tucumán), y se empeñó en la “depuración ideológica” de la Universidad del Sur, para lo cual contó con el acompañamiento del Juez Federal de Bahía Blanca, luego juez del Tribunal Oral Federal nro. 5 de la Capital Federal hasta que develado su pasado debió renunciar, para luego ser detenido por aquellos crímenes, no sin antes huir por varios meses, con la ayuda de la ordenanza del Tribunal porteño -el más comprensivo con los genocidas-, su ex empleada.
Adel Vilas murió impune. Los muy eficientes juicios de Neuquén y los extremadamente lentos de Bahía Blanca llegaron a él cuando ya su salud no le permitía estar sometido a un proceso penal.
Pero en Tucumán ya instamos la investigación del Operativo Independencia en 2004, en sendas causas -una contra él y otra por Bussi- iniciadas por querellas de los familiares de las víctimas, y hasta el día de hoy ninguno de los imputados ha sido siquiera citado a indagatoria.
No hay ninguna razón que justifique semejante demora, ya que si el juez hubiera considerado que no correspondía esa investigación -alternativa imposible- también tenía plazos para disponerlo. Cualquier decisión debía estar adoptada y ejecutada hace ya muchos años.
Es evidente que aquí estamos nuevamente frente a la incompetencia, indolencia, informalidad y también insensibilidad de buena parte de la burocracia judicial para abordar temas tan dolorosos. Las múltiples disfuncionalidades y lentitud de los tribunales suelen naturalizarse por cansancio y de allí se deriva una injustificada tolerancia al proceder incorrecto de los magistrados y funcionarios. Los órganos de control de su actuación no han hecho efectivamente demasiado al respecto, o por lo menos, no todo lo indispensable. No hace falta ningún talento especial ni esfuerzo ciclópeo. Si voluntad política, trabajo, y perder el miedo a disgustarse con algunos amigos de la corporación togada, me parece.
Pero también cabe preguntarse si los demás actores del proceso —también los estatales— han abandonado la sumisión y el temor reverencial frente a una magistratura de la que no puede presumirse, sin albergar dudas, una inequívoca voluntad de avanzar contra los criminales de la dictadura.
Tolo lo conseguido hasta ahora para derrumbar la impunidad, que no ha sido poco, debe ser valorado en su justa dimensión para fortalecer la convicción, ya certeza, de que se puede; de que la impunidad no es una fatalidad y de que la perseverancia y la coherencia en la lucha, con sus marchas y contramarchas, rinden sus frutos. Pero temo que además de vacunaros contra la zoncera de la autodenigración, aquella que predica que somos impotentes sin cura, esta retahíla de loas y expresiones de orgullo por lo conseguido que empieza a escucharse (“somos el único país en el mundo que juzga a una tiranía, etc.”), aún en boca de personas tan respetables y sensatas como Baltasar Garzón, funcione como una de esas “sillas que al constado del camino nos invitan a parar”, como canta Silvio Rodríguez.
Para apreciar lo que cambió, hay que detenerse en lo que permanece.
La muerte impune de Adel Vilas y la obscena demora en avanzar con el primer tramo del terrorismo de Estado, como lo fue el operativo independencia en Tucumán, prolongan en el tiempo la falsa idea, todavía presente en muchas personas de buena fe, de que aquel comienzo de la campaña sistemática de exterminio sí fue una fundada lucha entre “dos demonios”. Y demuestra, de un modo por demás que elocuente, que hay mucho por hacer para vencer las resistencias a la Justicia, todavía activas en el seno del propio Poder Judicial.
En la misma línea de pensamiento debe prestarse atención a la inefable Cámara Nacional de Casación Penal. Singular tribunal (motejado como de “esperpentos” por el ex Ministro de Justicia que lo creó, León Arslanián) integrado en el tiempo por insultadores de victimas de la dictadura, denostadores de abogados de DDHH, ex jueces de menores que entregaban niños desaparecidos; esposos y parientes de militares, editorialistas nazis, jueces legos en derecho penal, entre otros ejemplares de estirpe inquietante, supo durante cuatro años demorar el inicio de los juicios alimentando un enjambre de incidencias que empantanaron el inicio de los juicios.
Cuando esa pústula institucional salió a la luz y ya no fue posible sostenerla, ahora se avizora otra consecuencia de su vacilante desempeño cuando la suerte de los entorchados está en juego: la demora en resolver los recursos de casación interpuestos por los represores ya condenados. Esta morosidad les reporta el beneficio de conservar la condición técnica de procesados —por la condena no firme—, lo que influye en el cómputo de la pena y, sobre todo, en que los que llegaron a la condena en libertad sigan sueltos. Si entretanto soplan setenta velitas (de cumpleaños), la prisión será ese eufemismo de prisión llamada detención domiciliaria.
El paroxismo de este panorama inicuo lo vemos en el afortunado Cnel. Bernardo José Menéndez: condenado a prisión perpetua el año pasado por los crímenes cometidos en el Area V de la Capital Federal, que él comandaba, por el benigno -con los imputados- Tribunal 5 ya mencionado, hoy es, en su otra profesión de abogado, defensor de uno de los criminales del CCD Automotores Orletti, en el juicio que se sustancia en Capital.
Por su parte los Brigadieres César Comes e Hipólito Mariani, condenados en ¡2008! a veinticinco años de prisión por el mismo Tribunal por los crímenes de la Mansión Seré, siguen caminando los pasillos de tribunales visitando la mesa de entradas de los juzgados ante la mirada atónita de sus propias victimas que trajinan otros juicios.
Una vez más, como cuando hubo que lidiar ásperamente para conseguir que los militares procesados esperaran el juicio en una prisión, como cualquier hijo de vecino, ahora habrá que alzar la voz indignada para pedir que los condenados, por fin, vayan a la cárcel.
Y aunque el reciente fallo del Tribunal Federal de Tucumán sea un aliciente, porque manda a prisión a los condenados sin más trámite que la condena por tres jueces -¡nada menos!-, cambiando así su propio precedente en el juicio por el asesinato del Senador Vargas Aignasse, litigar ante los tribunales federales sigue siendo todavía el arduo ejercicio de alegar sobre lo obvio para conseguir tarde y por goteo lo que debiera estar fuera de discusión en una República democrática.
Adel Vilas murió impune. Los muy eficientes juicios de Neuquén y los extremadamente lentos de Bahía Blanca llegaron a él cuando ya su salud no le permitía estar sometido a un proceso penal.
Pero en Tucumán ya instamos la investigación del Operativo Independencia en 2004, en sendas causas -una contra él y otra por Bussi- iniciadas por querellas de los familiares de las víctimas, y hasta el día de hoy ninguno de los imputados ha sido siquiera citado a indagatoria.
No hay ninguna razón que justifique semejante demora, ya que si el juez hubiera considerado que no correspondía esa investigación -alternativa imposible- también tenía plazos para disponerlo. Cualquier decisión debía estar adoptada y ejecutada hace ya muchos años.
Es evidente que aquí estamos nuevamente frente a la incompetencia, indolencia, informalidad y también insensibilidad de buena parte de la burocracia judicial para abordar temas tan dolorosos. Las múltiples disfuncionalidades y lentitud de los tribunales suelen naturalizarse por cansancio y de allí se deriva una injustificada tolerancia al proceder incorrecto de los magistrados y funcionarios. Los órganos de control de su actuación no han hecho efectivamente demasiado al respecto, o por lo menos, no todo lo indispensable. No hace falta ningún talento especial ni esfuerzo ciclópeo. Si voluntad política, trabajo, y perder el miedo a disgustarse con algunos amigos de la corporación togada, me parece.
Pero también cabe preguntarse si los demás actores del proceso —también los estatales— han abandonado la sumisión y el temor reverencial frente a una magistratura de la que no puede presumirse, sin albergar dudas, una inequívoca voluntad de avanzar contra los criminales de la dictadura.
Tolo lo conseguido hasta ahora para derrumbar la impunidad, que no ha sido poco, debe ser valorado en su justa dimensión para fortalecer la convicción, ya certeza, de que se puede; de que la impunidad no es una fatalidad y de que la perseverancia y la coherencia en la lucha, con sus marchas y contramarchas, rinden sus frutos. Pero temo que además de vacunaros contra la zoncera de la autodenigración, aquella que predica que somos impotentes sin cura, esta retahíla de loas y expresiones de orgullo por lo conseguido que empieza a escucharse (“somos el único país en el mundo que juzga a una tiranía, etc.”), aún en boca de personas tan respetables y sensatas como Baltasar Garzón, funcione como una de esas “sillas que al constado del camino nos invitan a parar”, como canta Silvio Rodríguez.
Para apreciar lo que cambió, hay que detenerse en lo que permanece.
La muerte impune de Adel Vilas y la obscena demora en avanzar con el primer tramo del terrorismo de Estado, como lo fue el operativo independencia en Tucumán, prolongan en el tiempo la falsa idea, todavía presente en muchas personas de buena fe, de que aquel comienzo de la campaña sistemática de exterminio sí fue una fundada lucha entre “dos demonios”. Y demuestra, de un modo por demás que elocuente, que hay mucho por hacer para vencer las resistencias a la Justicia, todavía activas en el seno del propio Poder Judicial.
En la misma línea de pensamiento debe prestarse atención a la inefable Cámara Nacional de Casación Penal. Singular tribunal (motejado como de “esperpentos” por el ex Ministro de Justicia que lo creó, León Arslanián) integrado en el tiempo por insultadores de victimas de la dictadura, denostadores de abogados de DDHH, ex jueces de menores que entregaban niños desaparecidos; esposos y parientes de militares, editorialistas nazis, jueces legos en derecho penal, entre otros ejemplares de estirpe inquietante, supo durante cuatro años demorar el inicio de los juicios alimentando un enjambre de incidencias que empantanaron el inicio de los juicios.
Cuando esa pústula institucional salió a la luz y ya no fue posible sostenerla, ahora se avizora otra consecuencia de su vacilante desempeño cuando la suerte de los entorchados está en juego: la demora en resolver los recursos de casación interpuestos por los represores ya condenados. Esta morosidad les reporta el beneficio de conservar la condición técnica de procesados —por la condena no firme—, lo que influye en el cómputo de la pena y, sobre todo, en que los que llegaron a la condena en libertad sigan sueltos. Si entretanto soplan setenta velitas (de cumpleaños), la prisión será ese eufemismo de prisión llamada detención domiciliaria.
El paroxismo de este panorama inicuo lo vemos en el afortunado Cnel. Bernardo José Menéndez: condenado a prisión perpetua el año pasado por los crímenes cometidos en el Area V de la Capital Federal, que él comandaba, por el benigno -con los imputados- Tribunal 5 ya mencionado, hoy es, en su otra profesión de abogado, defensor de uno de los criminales del CCD Automotores Orletti, en el juicio que se sustancia en Capital.
Por su parte los Brigadieres César Comes e Hipólito Mariani, condenados en ¡2008! a veinticinco años de prisión por el mismo Tribunal por los crímenes de la Mansión Seré, siguen caminando los pasillos de tribunales visitando la mesa de entradas de los juzgados ante la mirada atónita de sus propias victimas que trajinan otros juicios.
Una vez más, como cuando hubo que lidiar ásperamente para conseguir que los militares procesados esperaran el juicio en una prisión, como cualquier hijo de vecino, ahora habrá que alzar la voz indignada para pedir que los condenados, por fin, vayan a la cárcel.
Y aunque el reciente fallo del Tribunal Federal de Tucumán sea un aliciente, porque manda a prisión a los condenados sin más trámite que la condena por tres jueces -¡nada menos!-, cambiando así su propio precedente en el juicio por el asesinato del Senador Vargas Aignasse, litigar ante los tribunales federales sigue siendo todavía el arduo ejercicio de alegar sobre lo obvio para conseguir tarde y por goteo lo que debiera estar fuera de discusión en una República democrática.
No hay comentarios:
Publicar un comentario